sábado, septiembre 27, 2014

El Flamingo en 1994

Era por su modo de correr que recibió ese apodo, propio del más excéntrico de nuestros compañeros. Desde Nogales, Sonora, para el mundo. El Flamingo se asumía poeta y artista plástico (¿se asumía o se asume?). He perdido contacto con él.
Sus rasgos estilísticos al correr (dicen, nunca lo vi correr) se reflejaban también en su manera de hablar, gesticular, exponer en clase. De esto último recuerdo su exposición de un capítulo de un libro en clase de Max Figueroa: Iba leyendo párrafos al azar sentado con su falda cuidadosamente acomodada, con mucho estilo, desperdigaba fotocopias y nunca supe de qué carajos iba lo que expuso y creo que tampoco importó demasiado.
Héctor (que así se llamaba o se llama) era del signo piscis y eso tampoco parecía importar demasiado. En una ocasión salimos ebrios de la escuela el Flamingo, Juan Diego, el Manolo y yo, ebrios y hambreados, pero muy contentos, eso sí. Eran como las nueve de la noche y no había nada qué hacer en la escuela, por eso cruzamos la plaza Emiliana de Zubeldía y volteamos una de las casetas donde en aquel 1994 vendían boletos del magno sorteo de la Universidad de Sonora. Risas, caminamos rumbo al Hotel Calinda (hoy oficinas de Tel Cel), seguramente íbamos a la casa de Juan Diego y mientras nos aproximábamos a las afueras del hotel, el Flamingo empezó a decir en tono festivo "me acaba de llegar un giro postal de Nogales, los invito a cenar". A nuestra izquierda, el Fook Lam Moon, un buen restaurante chino que creo todavía funciona. Ahí fuimos.
Llegamos tal cual, jipiosos, pachuli, greñudos, falda, chalecos y guaraches. El mesero nos vio con ostentosa desconfianza. El Manolo, con acento conocedor, empezó a solicitar cierto vino. Cambió el gesto del mesero y nos atendió de lo mejor, cena de reyes.
Llegado el momento, el Flamingo dijo que en realidad no tenía dinero, y que los esclavos debían salir huyendo de la caverna, como bien lo dice en su alegoría Platón. Insistió frente al mesero: "los esclavos deben correr huyendo, como decía Platón". Ya para entonces el mesero estaba convencido de nuestra alta cultura. Al darse la media vuelta, salimos huyendo del restaurante, corrimos sin parar, pasamos junto a la escuela Leona Vicario --ahí el Flamingo brincó la barda de esa escuela para ocultarse y nos diría después llegando a la casa de Juan Diego que en realidad nadie nos perseguía.
La casa de Juan Diego estaba en el cerro de la Campana. Llegando ahí los otros tres desfogamos los intestinos como romanos de la antigüedad. El Flamingo tan tranquilo y riendo.
Muchas otras cosas más hizo el Flamingo, pero se han escrito éstas para que leyéndolas tengáis fe y teniendo fe alcancen la salvación. Así sea.

sábado, septiembre 20, 2014

1994. Yo también me acuerdo...

Yo también me acuerdo que el barril de cerveza (uno de dos) no le servía la serpentina, de esos de hace veinte años que había que bombearles como si estuvieras inflando una llanta de una bicicleta (con una de esas bombas viejitas que creo ya ni se usan).
1994. Era la fiesta de bienvenida para los que éramos de nuevo ingreso. Por cortesía del Departamento de Letras y Lingüística de la UNISON (¿o del jefe de departamento?). Era el segundo día de clases, que en aquel entonces eran en la tarde, no como ahora que son del turno matutino. En el foro que está en los jardines centrales varios amables compañeros de tercer semestre, como Nina Mier o Josué Gutiérrez o Karla Valenzuela dirigieron algunas palabras de protocolo (recuerdo que Karla habló atropelladamente y me llamó la atención su dificultad para respirar, seguramente por los nervios).
Después de esos discursos que han quedado en el bendito olvido, todos (o casi todos) nos dedicamos a beber. Ya no sé si lo de la serpentina que no servía era realmente que no servía o si era un mero pretexto para que acabáramos más rápido con el par de barriles de cerveza, pues vaso en mano hacíamos cola para el refill. De seguro por ahí andaba Rogelio Sifuentes, malograda mente que sucumbió no hace mucho, y siempre briago y marihuano. Éramos muy jóvenes (la mayoría) y estábamos ebrios de salud y de poesía, aunque tal vez no éramos del todo conscientes.
Relativamente rápido fue el consumo, ya no me acuerdo qué fue lo que ocurrió después. Si nos fuimos al departamento de Enrique a seguir la fiesta donde hubo música, una cosa así como baile en la semipenumbra, alcohol y algunas drogas blandas. O tal vez todo eso me lo invento o fue en otro día. O si en realidad me fui con el buen compañero Juan Diego González a recorrer tugurios en el centro (él me los presentó, yo ni en cuenta con esos antros de mala muerte), bebimos más cerveza y nos carcajeamos de una o de cualquier tontería, recorrimos las hermosas céntricas calles donde dado el momento di el costalazo gracias a un bendito bache en medio de la gloriosa lluvia. De ahí fuimos a dar a la casa que él rentaba en el cerro de la Campana, donde fuimos a dormir y seguramente también desayuné, pues en ese momento era yo un desempleado que andaba de chambita en chambita. Por elmomento.
Ojalá alguno de mis compañeros de la universidad recordara mejor que yo esa fiesta de bienvenida y se tomara la molestia de corregirme la plana. De cualquier manera, ésta es mi ficción autobiográfica. Gracias por leerme.

sábado, septiembre 13, 2014

Hace casi veinte años...

Hace casi veinte años, cinco meses después de que asesinaran a Colosio, ingresé a la licenciatura en Literaturas Hispánicas de la Universidad de Sonora. No recuerdo cuál fue la primera clase que tuve, pero sí recuerdo quiénes fueron mis primeros profesores: Gerardo Bobadilla Encinas, Fermín González Gaxiola, Volker Schuller-Will, Max Figueroa Esteva, Leticia Martínez y un profesor cuyo nombre ha quedado sepultado en mi memoria bajo el ridículo mote de El Muerto. A todos ellos les guardo gratitud por su paciencia y enseñanzas, en especial agradezco sus palabras siempre certeras a dos grandes que ya se nos adelantaron en el camino (curiosamente ambos de origen extranjero): Volker y Max. Gracias a todos ellos, no me he deformado más de lo que ya lo estoy, profesionalmente hablando.
No voy a presumir que mi opción por esta licenciatura se debió a mi voracidad lectora y que, al par que Paz, disfruté de una gran biblioteca desde mi más tierna infancia. No, mi inclinación se debió a otra suerte de inquietudes: La educación como medio de transformación de la sociedad, vaya, la utopía, la revolución Cubana con música de Silvio Rodríguez de fondo, un andar jipioso y soñando con una sociedad más justa que no excluía la protesta social. Sé que mi ingenuidad tal vez sea de dar pena ajena, pero lo vivido nadie me lo quita. Incluido el años anterior, cuando había transitado dos curiosos semestres en la licenciatura en Matemáticas de la misma universidad, mi querida Alma Mater.
Insisto: En esos inicios ni siquiera era un mediano lector de literatura. Recuerdo que el profesor Bobadilla nos puso como una de las primeras lecturas en el aula "El niño yuntero" del grandioso Miguel Hernández. Mi fascinación no conoció límites. Volví y revolví sobre ese poema de denuncia social, pero que finalmente es más poema que denuncia, me condolí de la miseria del niño, pero más me condolí de la miseria de no poder hacer nada por él: Ya estaba muerto, del mismo modo que todos estamos camino al cementerio. 
No, no era un lector habitual de literatura (como sí lo eran varias de mis compañeras de grupo, algunas años más jóvenes que yo, recién egresadas de la prepa; como sí lo eran otras compañeros y compañeras que habìan tenido estancias por otras licenciaturas e ingenierías.) Claro, también había otros como yo que habían leído otras cosas en lugar de literatura. O que habían leído de todo, como el buen Javier Bustamante Trelles, hombre hecho y derecho que ya tenía una vida hecha y era el de mayor edad de mis condiscípulos.
Espero continuar hablando de mis años universitarios en próximas entregas.